lunes, 27 de febrero de 2012

Cartas del diablo a su sobrino


C.S. Lewis es conocido en nuestros días sobre todo por ser el autor de Las Crónicas de Narnia. No he leído los libros, ojeé alguno en su día y me pareció que mi tiempo para leerlos había ya pasado, pero si me hubiera acercado al libro que ahora me ocupa pensando encontrar algo parecido, me habría llevado un susto de los de órdago a la grande.
Cartas del diablo a su sobrino empieza con un prólogo del autor que sirve para lo que deberían servir los prólogos, esto es, inquietar y atraer al lector y completar las páginas que lo siguen. En él, este ateo primero confeso y después converso, explica su propia visión del infierno que se asemeja, con gran acierto, a una burocracia descarnada en la que todos fingen una cordialidad que esconde el voraz apetito de aplastar y devorar a sus congéneres.
Advierte también del peligro que supone para autor y lector detenerse demasiado tiempo en el punto de vista de un demonio que intenta atraerse las almas de los humanos, ángeles caídos en cuerpos de barro. Pero para qué engañarnos, los lectores empedernidos suelen ignorar las advertencias. Aunque a veces quizá no deberían.

El título no esconde trampa ni cartón, estamos ante una recopilación epistolar de un diablo que aconseja a su sobrino sobre el mejor modo de lidiar con el humano que le ha tocado en suerte. Tan curioso observador presenta con cinismo una visión de hombres y mujeres con la que uno puede estar más o menos de acuerdo, pero que desde luego no deja indiferente.

No son éstas cartas que se dejen leer con facilidad, al menos no si se pretende intercalar entre ellas la correspondiente digestión de contenidos, y desde luego el maléfico consejero desprende un considerable aroma al cristianismo enmascarado del autor que, en mi opinión, va en detrimento del buen humor general de la obra. Pero a pesar de este sesgo y del regusto agridulce que deja, vale la pena leerlas aunque sólo sea para experimentar lo que me gusta llamar "el efecto Baile de los vampiros" (de Polanski), o lo que es lo mismo, cómo a través de la perspectiva unilateral del tío demoníaco, el lector pasa de la sonrisa irónica al estremecimiento genuino.

Una nota sólo para elogiar el buen hacer del traductor, que ha sabido hacer malabares con los nombres de los demonios para respetar al dedillo las intenciones (¡malas!) del escritor. El que lo dude que se lea el prólogo.

Próximamente en este blog: The Golden Compass de Philip Pullman

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sábado, 25 de febrero de 2012

El nombre del mundo es bosque

A estas alturas de mi vida lectora, después de más de veinte años leyendo fantasía y ciencia ficción (más de lo uno que de lo otro), de pasar por Tolkien, Weiss y Hickman, Cooper, Willis, Salvatore y Martin, llegué a la conclusión hace no demasiado de que esta mujer es mi autora preferida en el género.
Empecé con El ciclo de Terramar (The Earthsea quartet), la apuesta quizá más sencilla para alguien que se aproximaba a Ursula K. LeGuin desde donde yo lo hacía. Tras eso y con la naturalidad de los granos de arena cayendo a través del reloj llegaron The Left Hand of Darkness y The Dispossessed, estos dos ya en el mismo universo en el que sucede El nombre del mundo es bosque. Y cuando digo universo, lo digo literalmente. LeGuin crea un cosmos alrededor de la vieja Tierra poblado por especies mucho más humanas que nosotros.
Jugando con la vieja teoría de la panspermia, el origen extraterrestre de la vida en nuestro planeta, Ursula idea a los hainianos, una raza extraordinariamente evolucionada de seres que la diseminaron por todas partes dejándola evolucionar después a su antojo. Las novelas nos sitúan ante los resultados de esa evolución y crean un escenario único para que esta antropóloga de formación experimente con cómo podríamos haber sido.
Seres hermafroditas para los que el sexismo no tiene el más mínimo sentido, una sociedad perfectamente anarquista en la que el concepto propiedad es aberrante o una especie íntimamente vinculada con su entorno que existe en perfecta comunión con el resto de seres vivos.
Nosotros, que no somos ninguna de esas cosas sino sólo los hijos del limitado y egoista homo sapiens sapiens podemos atrevernos a ser mejores a través de la lente que nos prestan.
En El nombre del mundo es bosque (y permitidme de nuevo mencionar cuánto matiz se pierde en la simple traducción del título desde el original The word for world is forest), los habitantes de la Tierra siguen haciendo lo que mejor hemos sabido hacer siempre: llegar, ver, no entender, destruir. En una terrible imagen especular de nuestra propia realidad y en un planeta cubierto de bosques en el que las especies conviven en armonía, los hombres llegan simplemente a buscar madera. No hace falta decir mucho más.
Éste es un libro bastante duro, un libro que, me atrevo a decir, debía conocer bien James Cameron cuando escribió el guión de Avatar. Pero donde la película se quedó en la superficie, LeGuin llega hasta el tuétano y no te deja ni un maldito rincón donde esconderte y cerrar los ojos. Más allá de la antiutopía ecológica, se mezcla aquí la xenofobia para con los autóctonos del planeta que comparten la concepción del tiempo de los aborígenes australianos y, pequeños, amables, vivos hasta extremos inalcazables e incomprensibles para los colonizadores, son tratados como animales de carga y esclavizados.
Es también un libro breve que debe leerse a pequeños sorbos si uno no quiere ser desbordado por todas la sensaciones encontradas que provoca. Una autoreflexión que asusta y determina a un tiempo porque lo que cuenta es la más real de las ficciones. 
Pero así es esta autora. Sus tramas son distintas, empiezan sin empezar, acaban donde no deberían, descolocan y sorprenden. Su prosa, traducida o no, es discontinua y contundente, repleta de verdades como puños de esas que uno no entiende como no se le habían ocurrido antes. Y sus personajes son tan grandes como sus palabras, grandes y limpios. Como Selver, el protagonista de este libro, que cuando su mundo cambia se ve obligado a cambiar para que su mundo pueda volver a ser el mismo.
En resumen, un libro y una escritora imprescindibles. Porque el nombre del mundo debería ser bosque...

Próximamente en este blog: Cartas del diablo a su sobrino de C.S. Lewis

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martes, 14 de febrero de 2012

El puente de los asesinos

Conocí al capitán Alatriste allá por 1996 y desde entonces no he dejado de leer sus aventuras, o mejor, sus desventuras, por aquel Imperio tan ducho en convertir el oro en oropel y hacer bueno aquello que ya decían del Cid, "ah, qué buen vasallo..."
Lo cierto es que confieso que me cuento entre las filas de los que siguen admirados las estocadas de la afilada pluma del señor Pérez Reverte allá donde tiene a bien darlas. Incluido ese lado más sanguinario y destripabuches que destila en su Patente de Corso del XL Semanal. Y aunque sus detractores sumen ya tanto como sus fieles, qué le voy a hacer si siempre me arranca un "¡qué bien escribes bellaco!".
A menudo en las tramas resultonas, los personajes arquetípicos y las ficciones al uso que uno encuentra por ahí, se olvida el lector de la importancia del estilo, vaya, de lo vital que resulta poner una palabra detrás de la otra en su sitio justo y necesario. Pero con este autor, gusten más o menos sus libros, ese castellano contundente que a ratos casi se mastica sirve a veces de alimento en sí mismo.
Desde la primera novela en que apareció don Diego Alatriste y Tenorio, el espectador avisado sabía del devenir que le esperaba, capítulo por capítulo. En 2006 sin embargo, quizá al hilo de la película de Díaz Yanes, apareció "como del rayo" Corsarios de Levante. Me atrevo a decir que no fue un buen año para los ávidos fans de la saga. 
Paradójicamente lo mejor del film fue lo que a priori era más difícil de conseguir, un Alatriste creíble, y vive Dios que Viggo Mortensen conseguía que se le olvidara a uno hasta el acento. Por lo demás, el resultado defraudaba, como por otra parte, suele ser de ley. Recuerdo haber escuchado a Pérez Reverte en Santander, en una conferencia, explicar que cuando le preguntaban si no le molestaba que se hicieran malas películas con su obra, él decía que así la gente apreciaba más sus libros (para comprobar cuánta razón tenía, baste comparar La Novena Puerta, que no salva ni Johnny Depp, con El Club Dumas, o la genial La Tabla de Flandes con su nefasta versión cinematográfica que protagonizan una, si se me permite la licencia, imberbe Kate Beckingsale y un supuesto gitano de Barcelona que daba más el perfil de surfero californiano).
Por otro lado, en Corsarios de Levante no sé si fue lo de bajar de latitud (transcurre a bordo de las galeras de Nápoles), pero los personajes se alejaron de sí mismos y el regreso del capitán quedó un tanto descafeinado.
Tras semejante lance, natural era mi recelo al enfrentarme a este nuevo capítulo imprevisto, pero debo decir que El Puente de los Asesinos me ha devuelto el "voto a bríos" y, pese a todo el antibelicismo que a gala tengo y a una cierta pátina apátrida que manejo, las ganas de unirme a unos tercios que todo lo perdieron menos la honra al grito de "¡Santiago y puto el último!".
Los personajes vuelven a retratarse como de antología y la trama, una nueva aventura de capa y espada, recupera todo el lustre de estos soldados de la derrota. Íñigo, el narrador de la historia, crece en maneras y en fondo y, por si sirve de referencia, la enésima descripción del episodio de la batalla de Rocroi (los que no saben de qué hablo, ¡a qué esperan para empezar a leer!) me ha puesto como nunca el alma en la gola.
Pérez Reverte trae otra vez al presente un modo de hablar que ya no se recuerda, una riqueza de parla que se perdió hace mucho y se echa en falta desde lo críptico de los mensajes de texto y las sentencias obligadas de 140 caracteres, y lo hace contando lo bueno y lo malo de un antihéroe por derecho propio. No en vano, si esta reseña se parece ya más a una oda es porque el del chapeo calado, espada y vizcaína es uno de mis personajes favoritos. ¿Qué más puedo añadir?  "No queda sino batirnos"

Próximamente en este blog: El nombre del mundo es bosque de Ursula K. LeGuin

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lunes, 6 de febrero de 2012

Nostromo


Enfrentarse a un clásico es una cuestión peliaguda que debe hacerse, siempre que sea posible, desde el más absoluto anonimato. Por un lado está la cuestión de las expectativas. Cuando uno se acerca a una obra que cinco generaciones de lectores han tenido a bien calificar de "maestra", las probabilidades de sentirse defraudado aumentan exponencialmente (que levanten la mano los que pensaron "pues no era para tanto" después de ver Casablanca). Por el otro, leer un clásico conlleva asumir una responsabilidad inconsciente que pende con aire de amenaza, muy al estilo de Damocles,  sobre la cabeza del lector. Dando por hecho que nuestro criterio no es, en principio, mejor que el de esas cinco generaciones, reconocer que no te ha gustado da vergüenza y es casi de mal gusto... (Si añadimos que Nostromo es el nombre de la nave en Alien: El octavo pasajero y Sulaco, la ciudad donde transcurre esta obra, es la nave de Alien: el regreso la presión aumenta unos cuantos enteros...) De ahí lo del anonimato: si vas a leer un clásico, ¡mejor cómpralo tú! Si en cambio te lo traen Sus Majestades de Oriente como fue mi caso, mi querido lector, no tienes escapatoria... 
Se tropieza uno al fin con otro obstáculo, el tema de las traducciones. Hace un tiempo decidí que, cuando estuviera a mi alcance, leería los libros en el idioma en el que fueron escritos. La traducción, por literaria y profesional que sea, coloca un filtro entre el pulso del escritor y la mirada del lector, un filtro que te hace al final preguntarte si la prosa que te gusta (o la que no te gusta) se la debes al autor o al nombre que aparece en la guarda en letra más pequeña. Ante semejante atolladero, del que es imposible salir sin la versión original para comparar, romperé una lanza en favor del traductor y asumiré que su limpio castellano pone voz al inglés de Conrad.

Hechas estas salvedades, que, lo reconozco, auguran funesto final a esta reseña, haciendo un requiebro adelanto que nada más lejos de la realidad. Nostromo es el retrato de una época que goza sin embargo de una cierta cualidad atemporal, quizá por la maestría de Conrad, quizá también porque en algunas cosas el mundo no ha cambiado demasiado. Pero sobre todo es una novela de personajes. Unos personajes densos, matizados, con una amplia escala de grises, motivaciones e historias personales, sentimientos y ambiciones que los hacen en suma muy humanos. Ninguno queda desatendido en el escenario de la vida política de una república sudamericana ficticia en la costa del Pacífico. Un escenario y una trama que son mero aparato sobre el que se pasean los protagonistas principales y secundarios. Y esa es, me parece a mí, justo la intención de su autor.

Él mismo se encarga de transmitirnos la idea de que esa vida política sigue un ciclo de calmas y violencias que en mucho viene a recordar a las mareas ("Conrad es el mar" me dijo una vez un amigo). Un escenario, como decía, que sirve de hábitat a los caracteres y a los diálogos que se desgranan en un estilo a veces tan teatral que no puede sino recordar a la Terra Baixa de Guimerà. Contemporáneas ambas obras, mucho del choque entre campo y ciudad, entre indígenas y extranjeros en este caso, es compartido por las dos. 
Los personajes entran y salen de escena siguiendo el hilo de la historia, que se retuerce y se bifurca una y otra vez para reencontrarse a sí mismo en el momento justo. Y si el título nos apunta hacia uno de ellos como el protagonista absoluto, ni siquiera su protagonismo es tradicional. Poco sabemos de su vida anterior al inicio de la historia, poco sabemos de él por su propia visión de sí mismo hasta casi el último tercio de la obra. Sólo lo conocemos a través de los ojos de otros.
Y esos otros son a su modo protagonistas de sus propias historias que, entrelazándose, nos cuentan de las quimeras que persiguen hombres y mujeres sacrificando todo en el altar de sus esperanzas y obsesiones.
Nostromo (y su nombre es el primer filón con que tropieza el lector) tiene mucho del "héroe para todos menos para sí mismo" que vemos también en el capitán Alatriste (de Arturo Pérez Reverte, por si aún hace falta decirlo). Aunque a diferencia de lo que pasa con el buen soldado de los tercios, a uno le cuesta más empatizar con este hombre del pueblo, tal y como lo describe su autor en el prólogo de la obra, y se inclina en cambio por el cínico y preclaro Decoud o el roto, tan tan humano, Dr. Monyngham. Tantos son los que toman la palabra y con ella retratan las multifacetadas formas del espíritu humano que cuesta saber por boca de quién hablaba Conrad, un tanto paternalista, clarividente en su radiografía del mundo y, traducido o no, capaz de dotar al gesto más mundano, al más pequeño detalle natural de verdadera poesía.

Próximamente en este blog: El Puente de los Asesinos, de Arturo Pérez Reverte

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