miércoles, 5 de septiembre de 2012

Una conjura en Hispania

La canícula estival es el momento por excelencia para encontrarse con los viejos amigos. En esas horas que transcurren lentas rodeadas de un reconfortante ambiente de horno microondas, poco más apetece que volver a las estanterías a recuperar viejas historias y viejos compañeros de viaje. Pero con los viejos amigos, ya se sabe, la casuística es variada, especialmente si hace mucho que no les ves el pelo. Con algunos, los mejores, es como si no pasaran los días, los meses o los años y os hubiérais encontrado charlando alrededor de un café la tarde antes. Con muchos, sin embargo, el recaudador más inflexible, el tiempo, se cobra su precio (aumento de IVA incluído).
Al principio la alegría del reencuentro lo enturbia todo -estás más alto, más guapo, más listo-, las anédoctas compartidas en el pasado os empapan en torbellino, los recuerdos se revisitan, agrandan y colorean, pero... al cabo del rato... empiezan a saber a cenizas y te descubres buscando en los resquicios al amigo que conocías. Y ese amigo ya no existe, porque tú ya no existes, porque el tú que eras se ha ido y sólo queda el yo que eres ahora. Más viejo y más sabio -sí, siempre, aunque sea a la fuerza-.

Una conjura en Hispania (A dying light in Corduba... ¡toma ya! con dos... narices) es el octavo libro de las aventuras del insigne informador Marco Didio Falco, una serie que inició La plata de Britania y a la que me llevó hace años el préstamo de alguna biblioteca anónima. Tras aquella novela seguí durante seis libros más las peripecias del cínico Falco, de su aún más cínica novia Helena (y de sus temibles madres) a través de los entresijos de la Roma de Vespasiano. Nos separamos después con un abrazo, buenas intenciones -te escribiremos, me decían, os leeré, decía yo- e Hispania en el horizonte. En estos años les recordé con cariño. Su ironía, su ácido humor, aquella Roma que nunca fue santo para mis altares por aquello del repelús que empiezan y acaban dando los imperios, esa novela negra en números romanos que se inventa Lindsey Davis... y de repente ahí estaba yo, ahí estaba Hispania, y en el medio, una conjura, pero de los necios.

Demasiado pronto me encontré buscando entre márgenes a los amigos que recordaba. Demasiado pronto empecé a preguntarme quiénes eran éstos o quién era yo entonces. Ah, la novela histórica, ese género con mucha trampa y tanto cartón que mejor harían en llamarlo "supuesta novela de ambientación supuestamente histórica". Y aún así, querido Marco Didio, hasta te habría perdonado que, desde tu siglo I dC, hablaras de "cárteles" que conspiran o que encontraras "romántico" un paisaje, hasta que dejaras embarazada a la hija de un patricio que te recibe en su casa tan campante siendo tú más plebeyo que las alpargatas, o que la pasearas estando ya de siete meses por las vías romanas de media Europa. Hasta eso... por la amistad que tuvimos.

Pero en el alma me ha dolido que te vengas a la Hispania de Séneca a perseguir a una bailarina de flamenco, repito, flamenco del siglo primero. O que tu autora reconozca en los agradecimientos que se ha documentado con un experto en el comercio de aceite de la Bética, al que conozco mira tú por donde, y no acierte ni en el nombre. Y esa trama, que tantos Deus ex machina Falco, ni a ti te los consiento.

Así que para los doce episodios que quedan publicados, te abandono a tu suerte deseándote lo mejor. Y me despido aquí como a ti te habría gustado, mordaz, diciéndote que a todas luces ya no soy lo que era pero que, visto lo visto, debo ser algo mucho mejor.

Próximamente en este blog: Los lenguajes de Pao, de Jack Vance

Pasen y lean...