
Al señor Koreander se le acumulan los libros sobre el mostrador. Llegan a la tienda de mil y una formas, los mira, los manosea, los huele, los escucha incluso y, sólo después de ese pequeño ritual, cual buen catador, se permite leerlos. Tras hacerlo los deposita con cuidado en su lugar de descanso provisional y los deja reposar. Acuna unas historias, otras las medita, a algunas las reprende y a todas las macera un tiempo antes de decidir qué lugar merecen en su tienda. Si hay suerte y el tiempo y el polvo lo permiten, los estantes se preñan ansiosos de nuevos habitantes. Pero cuando los imponderables -y hasta los ponderables- lo impiden, se atrinchera tras las columnas de libros que, aún en maceración, ocupan pacíficamente el descansillo de su cabeza, esperando su turno. Porque éste siempre llega…
Cuando uno viene con el defecto de fábrica de elaborar teorías para casi todo, más le vale suscribirlas haciendo frente a los elementos. En otras palabras, cuando las excepciones te abofetean, pon la otra mejilla. Comenté hace ya un tiempo, en algún pasillo de esta tienda, que lo habitual en las trilogías era que el segundo volumen dejara una cierta sensación de insatisfacción. Afortunadamente, el teórico aficionado tiene siempre prevista una ruta de escape (en el peor de los casos el socorrido "yo no quería decir eso") y, por lo mismo, adelantaba también que esa señora tan cara de ver, la lógica, dictaba que la calidad debería ir en aumento del primer libro al tercero. Bien, pues envainando aquí la toledana sin vergüenzas, asumo un alegre “donde dije digo, digo Diego” para hablar de Catching fire, la segunda parte de la trilogía The Hunger Games. Titulado en su versión española En llamas –que no, no acaba de ser de lo mismo... me pregunto ¿tanto miedo dan los gerundios?- no sólo no deja insatisfecho sino que sorprende y huye de ciertos estereotipos que acostumbran a rondar las trilogías en busca de presas fáciles.
Quizá el más peligroso de ellos sea la reiteración-repetida-hasta-la-redundancia,
y sí, la aliteración no es casual. Es decir, escenas que aparecen de nuevo en los sucesivos volúmenes con el objetivo de situar a un
hipotético lector desordenado que no se ha leído los anteriores o de refrescar
la memoria del lector olvidadizo. En pequeñas dosis, bien llevadas y, sobre todo, como muleta
para el desmemoriado, secundo la moción, pero cuando llevan al empacho hacen
asomar en lontananza al fantasma de la “lectura en diagonal”, enemiga acérrima
de escritor y lector por igual.
Por suerte, Suzanne Collins consigue en esta secuela imitar a su
protagonista y, muy al estilo de Katnis Everdeen, evita habilidosamente la
trampa. Apuntando de paso al más difícil todavía, la autora recupera el
ambiente descarnado y aterrador de la primera novela manteniéndose fiel a una
narración en primera persona que cada vez debe resultarle más complicada. Retoma
la acción donde la ha dejado y atrapa desde el principio en una espiral de
emociones que no augura estabilidad cardíaca. La trama sigue mostrando los matices
de una sociedad artificiosa que adocena a algunos de sus miembros mientras es
despiadada con la mayoría. Y, al avanzar tras los ojos de su personaje
principal, que en la anterior novela sólo conoce su propia realidad y el horror
de los Juegos, en esta ocasión descubre mucho más de la cara imposiblemente amarga
del mundo en el que vive.
Violencia, crueldad, sacrificio, valor, renuncia y rebeldía, de nuevo se retrata lo
peor y también lo mejor de lo que es capaz la especie: a veces lobos para
hombres, a veces yesca y pedernal con los que encender el fuego de la revuelta. Sólo resta pues decir que leerla sin leer la anterior tiene aproximadamente el mismo sentido que tendría, en este punto, no leer la siguiente.
Próximamente en este blog: Wicked. Memorias de una bruja mala, de
Gregory Maguire
Pasen y lean…
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