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viernes, 12 de octubre de 2012

El enredo de la bolsa y la vida

Dicen los que me conocen que soy de risa fácil, que tengo la curiosa habilidad de encontrar desternillante la situación más absurda. Sin embargo, o tal vez por eso, la comedia no es lo mío. Lo que se supone provoca hilaridad en el común de la especie, me suele dejar con cara de cefalópodo-en-residencia-para-coches. Pero, de repente, un puercoespín rosa cruza una pantalla gritando despavorido y casi acabo en urgencias de tanto reírme (-toma referencia para connoisseurs!-). De ahí probablemente que sean sólo cuatro las veces en las que me he reído a carcajadas con un libro. Tiene más mérito si añado que este librero, ocupante habitual de los transportes públicos, ha estado a punto en esas cuatro ocasiones de ser entregado a los pretorianos por los viajeros adyacentes, horrorizados ante semejante despliegue de emociones. Sí señores, con los libros también se ríe uno (les habría dicho yo si les hubiera visto a través de las lágrimas...).

Sin orden cronólogico ni concierto alguno de géneros, vaya aquí un homenaje a esas cuatro perlas. Empecemos por un clásico de la ciencia ficción, La guía del autoestopista galáctico de Douglas Adams, donde uno aprende que lo indispensable para emprender viajes interestelares es llevar una toalla y que el sentido del universo es 42. Ni me he molestado en ver la película, imposible compararse. Sigamos con una novela histórica, de las históricas de verdad quiero decir, La sombra del águila de Arturo Pérez Reverte, donde los franceses son gabachos, Napoleón un enano cabezón y los españoles hacen las cosas como siempre, por casualidad. Por supuesto la fantasía tiene también aquí su lugar de la mano del maestro Tim Powers y su novela On Stranger Tides -sí, la historia destrozada por la siempre más infame saga Piratas del Caribe, también conocida como "hola, soy Jack Sparrow, ¿para qué queréis más?"-, que merece mención especial por el hecho de que consiguió hacerme estallar de risa sin previo aviso y en medio de una escena dramática -que me perdonen el señor al que se le volcó encima la Coca Cola, la señora que casi se saca un ojo con el eyeliner y todos los damnificados del vagón a los que se les cayeron sus iphones, ipads, e-readers y televisores de plasma-. Por último, y por razones obvias, gracias al señor Eduardo Mendoza por habernos dejado Sin noticias de Gurb. Sí, un extraterrestre disfrazado de conde-duque de Olivares para pasar desapercibido, obsesionado con comer churros y que sube a pedirle a la vecina un poquito de sal... y un quilo de langostinos para el arroz del domingo, me hace gracia. Que me denuncien.

Así que cuando llegó este año el ya mencionado 23 de abril y elegía el libro que regalaría me dirigí, contranatura, al estante de los que se iban a vender más -¿habrá aberración peor que saberlo de antemano?¿cómo si un libro fuera ese cansino osito que empezó como joya y ahora sale hasta en la sopa?-. Y así cayó en mis manos El enredo de la bolsa y la vida que confiaba fuera como regalar risa envasada a alguien a quien le iban a ir bien unas risas. Cuando el libro ha regresado, aunque haya sido de paso, a esta tienda, la decepción ha sido notable. No digo yo que no se ría uno, sí, la trama es tan delirante que o te ríes o lo dejas. Los personajes son tan caricaturescos que uno ni se escandaliza, cosas de la sátira claro. La crítica social, que la tiene, es oportuna, sobre todo con la que está cayendo. Y no voy a pedirle cuentas porque como novela negra sea más bien flojilla, porque no se trataba de eso, imagino. Pero la sensación general que me queda es como cuando ves, escuchas o lees algo que se supone que te tiene que hacer gracia y tú, voluntarioso, estás ya poniendo a funcionar la musculatura carrillera, levantando las cejas y diciéndote "ahora, ahora viene la carcajada", y va, y no viene. Y como has empezado con ganas repites el gesto hasta la agujeta facial pero nada, no hay manera. El insomnio de la risa te ha atrapado y la cosa parece que no avanza, das vueltas y más vueltas por la historia, paras, te levantas, vuelves, y los ojos como platos. Pero no de reirte. Aunque desde luego, su mérito tiene el hacer broma con esto tan traído y llevado de la crisis o poner de secundaria a Angela Merkel y conseguir que hasta caiga bien la mujer. Lo malo del asunto es que la historia tiene mucho de sátira pero muy poco de novela y si su punto fuerte es, supuestamente, el desternille general, pero no pasa de la sonrisa semicómplice, el barco hace aguas por todas partes.
 
Será que levantar el ánimo no es cosa fácil en los tiempos que corren. O será que los políticos nos proveen a diario con un humor satírico -y cínico- de tal empaque, que los pobres escritores ya no pueden competir. Me río yo...

Próximamente en este blog: El Alquimista, de Paulo Coelho

Pasen y lean...

miércoles, 22 de agosto de 2012

Catching fire


Al señor Koreander se le acumulan los libros sobre el mostrador. Llegan a la tienda de mil y una formas, los mira, los manosea, los huele, los escucha incluso y, sólo después de ese pequeño ritual, cual buen catador, se permite leerlos. Tras hacerlo los deposita con cuidado en su lugar de descanso provisional y los deja reposar. Acuna unas historias, otras las medita, a algunas las reprende y a todas las macera un tiempo antes de decidir qué lugar merecen en su tienda. Si hay suerte y el tiempo y el polvo lo permiten, los estantes se preñan ansiosos de nuevos habitantes. Pero cuando los imponderables -y hasta los ponderables- lo impiden, se atrinchera tras las columnas de libros que, aún en maceración, ocupan pacíficamente el descansillo de su cabeza, esperando su turno. Porque éste siempre llega…

Cuando uno viene con el defecto de fábrica de elaborar teorías para casi todo, más le vale suscribirlas haciendo frente a los elementos. En otras palabras, cuando las excepciones te abofetean, pon la otra mejilla. Comenté hace ya un tiempo, en algún pasillo de esta tienda, que lo habitual en las trilogías era que el segundo volumen dejara una cierta sensación de insatisfacción. Afortunadamente, el teórico aficionado tiene siempre prevista una ruta de escape (en el peor de los casos el socorrido "yo no quería decir eso") y, por lo mismo, adelantaba también que esa señora tan cara de ver, la lógica, dictaba que la calidad debería ir en aumento del primer libro al tercero. Bien, pues envainando aquí la toledana sin vergüenzas, asumo un alegre “donde dije digo, digo Diego” para hablar de Catching fire, la segunda parte de la trilogía The Hunger Games. Titulado en su versión española En llamas –que no, no acaba de ser de lo mismo... me pregunto ¿tanto miedo dan los gerundios?- no sólo no deja insatisfecho sino que sorprende y huye de ciertos estereotipos que acostumbran a rondar las trilogías en busca de presas fáciles.


Quizá el más peligroso de ellos sea la reiteración-repetida-hasta-la-redundancia, y sí, la aliteración no es casual. Es decir, escenas que aparecen de nuevo en los sucesivos volúmenes con el objetivo de situar a un hipotético lector desordenado que no se ha leído los anteriores o de refrescar la memoria del lector olvidadizo. En pequeñas dosis, bien llevadas y, sobre todo, como muleta para el desmemoriado, secundo la moción, pero cuando llevan al empacho hacen asomar en lontananza al fantasma de la “lectura en diagonal”, enemiga acérrima de escritor y lector por igual.

Por suerte, Suzanne Collins consigue en esta secuela imitar a su protagonista y, muy al estilo de Katnis Everdeen, evita habilidosamente la trampa. Apuntando de paso al más difícil todavía, la autora recupera el ambiente descarnado y aterrador de la primera novela manteniéndose fiel a una narración en primera persona que cada vez debe resultarle más complicada. Retoma la acción donde la ha dejado y atrapa desde el principio en una espiral de emociones que no augura estabilidad cardíaca. La trama sigue mostrando los matices de una sociedad artificiosa que adocena a algunos de sus miembros mientras es despiadada con la mayoría. Y, al avanzar tras los ojos de su personaje principal, que en la anterior novela sólo conoce su propia realidad y el horror de los Juegos, en esta ocasión descubre mucho más de la cara imposiblemente amarga del mundo en el que vive.

Violencia, crueldad, sacrificio, valor, renuncia y rebeldía, de nuevo se retrata lo peor y también lo mejor de lo que es capaz la especie: a veces lobos para hombres, a veces yesca y pedernal con los que encender el fuego de la revuelta. Sólo resta pues decir que leerla sin leer la anterior tiene aproximadamente el mismo sentido que tendría, en este punto, no leer la siguiente.

Próximamente en este blog:  Wicked. Memorias de una bruja mala, de Gregory Maguire

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martes, 22 de mayo de 2012

The Hunger Games

He aquí uno de esos riesgos que no acostumbro a correr: ver la película antes de leer el libro. Especialmente en el caso de un best-seller (dícese, aunque no sólo, de aquel libro en cuya portada han añadido el sellito de "En cines el 23 de marzo!"). Pero debo reconocer que este libro en particular no había aparecido en mi radar. Así que me lancé despreocupadamente a ver otro relato de distopías y alienaciones varias, en la más pura tradición de la ochentera Perseguido (cuando el ex-gobernador de California era un austríaco sanote y sin aspiraciones políticas conocidas). Como esto no es un blog de cine sino una librería, virtual eso sí, me voy a limitar a decir que éste es uno de aquellos casos en los que la gran pantalla hace honor a la humilde página.
Aunque de humilde tenga poco. Lo primero que me gustaría destacar es lo difícil que debe ser escribir en primera persona una novela en la que la acción tiene un peso tan importante. Como ya he adelantado, The Hunger Games retrata un futuro de ésos al que no queremos ir, es decir, describe un mundo inhóspito a muchos niveles, para los cuales se necesitan a priori tantos otros personajes. Suzanne Collins, sin embargo, consigue, con la única y pragmática voz de Katnis Everdeen, hacerte sentir el verdadero horror de los elegidos para ser pasto de los leones. Y lo hace con el mismo descarnado realismo de la escena de Gladiator en la que un hombre, al ver avecinarse una muerte sangrante, se orina encima de puro miedo. Hasta el punto de que no importa que, tras el cine, no queden muchas sorpresas en la trama, porque el nudo en la boca del estómago, el terror imposible del corredor de la muerte, extienden de nuevo sus tentáculos página tras página.

Y, como a menudo pasa, el horror de lo escrito supera el de los fotogramas, porque nuestra propia imaginación, siguiendo la sabia mano de una buena autora es, al fin y al cabo, el mejor combustible para nuestros miedos. Con esto no descubro nada nuevo a los lectores empedernidos, claro, pero digamos que no puede negarse que esta novela es lo que, en el siempre-tan-descriptivo inglés, se llama un page-turner. Es extremadamente difícil dejar de leerla para hacer cosas sencillas como caminar por la calle sin que te atropelle un autobús. E insisto, perdonen los lectores las redundancias del guión, yo ya sabía cómo acababa.

En el tradicional dilema (bueno, es tradicional para mí al menos) entre la trama y los personajes, Los Juegos del Hambre (traducir esto de otra forma hubiera sido ya de juzgado de guardia), gana en todos los frentes. De lo trepidante del argumento dan fe mis párrafos anteriores, de lo imprescindible de los personajes quizá sea más difícil hacerse una idea, especialmente después de decir que la narradora es también la protagonista. Pensándolo un poco sin embargo, las personas a nuestro alrededor se nos vuelven irremplazables sólo por lo que percibimos de ellas. Y como el trabajo de una buena escritora es dotar de palabras la propia experiencia, qué mejor muestra de ello que conseguir que uno de los personajes centrales aparezca apenas en diez páginas sin dejar por ello de ocupar uno de los vértices de la historia.

Iniciando una trilogía como debe hacerse, con buena nota, cerrando su propio arco temporal y dejando la puerta ni muy abierta ni muy cerrada, esta novela hace virtualmente imposible no buscar de forma compulsiva el segundo volumen. Seguiremos informando, en breve, sin duda.

Próximamente en este blog: El libro del cementerio, de Neil Gaiman 

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lunes, 7 de mayo de 2012

El prisionero del cielo

Mi primer best-seller fue Caperucita Roja y supongo que en aquellas noches en que se lo escuchaba leer a mi madre con inflexible atención (ya entonces recibía cualquier modificación del texto con feroz intolerancia) me contagió su amor por los libros, don epigenético por el que nunca podré darle las gracias como merece. Desde entonces hasta ahora, he ido desarrollando una cierta aversión por los libros mediáticos, en general porque son el resultado de tendencias de mercado que no suelen dictar los lectores, o porque llegan anunciándose con  cifras y eso no es manera de presentar un libro o, quién sabe, quizá porque después de aquello del "abuelita, qué ojos más grandes tienes", todos me han resultado decepcionantes...
El caso es que, aún así, me dejo convencer de vez en cuando si me lo recomienda un lector que conozco. Andaba yo cestita a cuestas y por el medio del bosque, cuando de nuevo mi madre volvió a contarme un cuento, y así es como di con La sombra del viento, el primer volumen de la serie El cementerio de los libros olvidados. Lo empecé a leer como con reparo y, mira tú por dónde, me pilló el lobo, porque el caso es que me gustó. Tiempo después siguió El juego del ángel, con una chispa de fantasía oscura que desagradó a muchos y a mí me pareció el condimento ideal y por fin El prisionero del cielo, o no debería decir por fin, porque no tengo muy claro que acabe aquí la historia. 

La prosa de Ruiz Zafón me evoca siempre la imagen de un cuchillo caliente cortando mantequilla, leerla es un poco como caer rodando cuesta abajo. Empiezas despacio, indolente, pero las palabras te atrapan, te arrastran, te empujan, más deprisa, más deprisa!! hasta que chocas contra el linde del capítulo y normalmente haciéndote daño. Pero no sólo de estilo vive el lector, y el autor, que lo sabe, ofrece una historia retorcida y laberíntica que culebrea de un lado a otro de esta -hasta el momento- trilogía. Los personajes aparecen y desaparecen y el foco que apunta hacia unos deja a otros en la sombra, aguardando entre bambalinas su llamada a escena. Sin dejar un respiro, la acción y la contemplación se suceden en una Barcelona familiar y plomiza.

Pero como siempre en la vida, y en los cuentos, se puede morir de éxito y acabar en el fondo de un pozo con la barriga llena de piedras. Y es que El prisionero del cielo descarrila un tanto siguiendo su propia estela. Para empezar el título, que es pegadizo y lírico a un tiempo, de acuerdo, pero que intenta justificarse sin éxito saliendo de una chistera de la que no debería haber salido más que un conejo de carnes prietas y magras. Para continuar el escenario, que lleva las referencias a una Barcelona conocida hasta el abuso, como con un aire de dedicatoria con nombres y apellidos que diluyen el encanto del hogar perdido que destilan los libros anteriores. Para postres, el discurso de alguno de los personajes,  que de castizo y chispeante se torna de un axiomático ingenioso que carga... y no las tintas.

Aún así las cosas, la historia es buena y se engarza a las anteriores en sintonía perfecta, o las anteriores a ella, aún mejor. Confío sin embargo en que si nos aguarda todavía otro capítulo, Ruiz Zafón vuelva a sus orígenes y pierda un poco de vista lo que le hizo convertirse en un fenómeno de masas, porque no lo necesita. Vamos, que el leñador le haga una visita antes de que su propio best-seller se lo zampe.  

Próximamente en este blog: Blue and Gold, de K.J. Parker

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