sábado, 25 de febrero de 2012

El nombre del mundo es bosque

A estas alturas de mi vida lectora, después de más de veinte años leyendo fantasía y ciencia ficción (más de lo uno que de lo otro), de pasar por Tolkien, Weiss y Hickman, Cooper, Willis, Salvatore y Martin, llegué a la conclusión hace no demasiado de que esta mujer es mi autora preferida en el género.
Empecé con El ciclo de Terramar (The Earthsea quartet), la apuesta quizá más sencilla para alguien que se aproximaba a Ursula K. LeGuin desde donde yo lo hacía. Tras eso y con la naturalidad de los granos de arena cayendo a través del reloj llegaron The Left Hand of Darkness y The Dispossessed, estos dos ya en el mismo universo en el que sucede El nombre del mundo es bosque. Y cuando digo universo, lo digo literalmente. LeGuin crea un cosmos alrededor de la vieja Tierra poblado por especies mucho más humanas que nosotros.
Jugando con la vieja teoría de la panspermia, el origen extraterrestre de la vida en nuestro planeta, Ursula idea a los hainianos, una raza extraordinariamente evolucionada de seres que la diseminaron por todas partes dejándola evolucionar después a su antojo. Las novelas nos sitúan ante los resultados de esa evolución y crean un escenario único para que esta antropóloga de formación experimente con cómo podríamos haber sido.
Seres hermafroditas para los que el sexismo no tiene el más mínimo sentido, una sociedad perfectamente anarquista en la que el concepto propiedad es aberrante o una especie íntimamente vinculada con su entorno que existe en perfecta comunión con el resto de seres vivos.
Nosotros, que no somos ninguna de esas cosas sino sólo los hijos del limitado y egoista homo sapiens sapiens podemos atrevernos a ser mejores a través de la lente que nos prestan.
En El nombre del mundo es bosque (y permitidme de nuevo mencionar cuánto matiz se pierde en la simple traducción del título desde el original The word for world is forest), los habitantes de la Tierra siguen haciendo lo que mejor hemos sabido hacer siempre: llegar, ver, no entender, destruir. En una terrible imagen especular de nuestra propia realidad y en un planeta cubierto de bosques en el que las especies conviven en armonía, los hombres llegan simplemente a buscar madera. No hace falta decir mucho más.
Éste es un libro bastante duro, un libro que, me atrevo a decir, debía conocer bien James Cameron cuando escribió el guión de Avatar. Pero donde la película se quedó en la superficie, LeGuin llega hasta el tuétano y no te deja ni un maldito rincón donde esconderte y cerrar los ojos. Más allá de la antiutopía ecológica, se mezcla aquí la xenofobia para con los autóctonos del planeta que comparten la concepción del tiempo de los aborígenes australianos y, pequeños, amables, vivos hasta extremos inalcazables e incomprensibles para los colonizadores, son tratados como animales de carga y esclavizados.
Es también un libro breve que debe leerse a pequeños sorbos si uno no quiere ser desbordado por todas la sensaciones encontradas que provoca. Una autoreflexión que asusta y determina a un tiempo porque lo que cuenta es la más real de las ficciones. 
Pero así es esta autora. Sus tramas son distintas, empiezan sin empezar, acaban donde no deberían, descolocan y sorprenden. Su prosa, traducida o no, es discontinua y contundente, repleta de verdades como puños de esas que uno no entiende como no se le habían ocurrido antes. Y sus personajes son tan grandes como sus palabras, grandes y limpios. Como Selver, el protagonista de este libro, que cuando su mundo cambia se ve obligado a cambiar para que su mundo pueda volver a ser el mismo.
En resumen, un libro y una escritora imprescindibles. Porque el nombre del mundo debería ser bosque...

Próximamente en este blog: Cartas del diablo a su sobrino de C.S. Lewis

Pasen y lean...


No hay comentarios: