lunes, 6 de febrero de 2012

Nostromo


Enfrentarse a un clásico es una cuestión peliaguda que debe hacerse, siempre que sea posible, desde el más absoluto anonimato. Por un lado está la cuestión de las expectativas. Cuando uno se acerca a una obra que cinco generaciones de lectores han tenido a bien calificar de "maestra", las probabilidades de sentirse defraudado aumentan exponencialmente (que levanten la mano los que pensaron "pues no era para tanto" después de ver Casablanca). Por el otro, leer un clásico conlleva asumir una responsabilidad inconsciente que pende con aire de amenaza, muy al estilo de Damocles,  sobre la cabeza del lector. Dando por hecho que nuestro criterio no es, en principio, mejor que el de esas cinco generaciones, reconocer que no te ha gustado da vergüenza y es casi de mal gusto... (Si añadimos que Nostromo es el nombre de la nave en Alien: El octavo pasajero y Sulaco, la ciudad donde transcurre esta obra, es la nave de Alien: el regreso la presión aumenta unos cuantos enteros...) De ahí lo del anonimato: si vas a leer un clásico, ¡mejor cómpralo tú! Si en cambio te lo traen Sus Majestades de Oriente como fue mi caso, mi querido lector, no tienes escapatoria... 
Se tropieza uno al fin con otro obstáculo, el tema de las traducciones. Hace un tiempo decidí que, cuando estuviera a mi alcance, leería los libros en el idioma en el que fueron escritos. La traducción, por literaria y profesional que sea, coloca un filtro entre el pulso del escritor y la mirada del lector, un filtro que te hace al final preguntarte si la prosa que te gusta (o la que no te gusta) se la debes al autor o al nombre que aparece en la guarda en letra más pequeña. Ante semejante atolladero, del que es imposible salir sin la versión original para comparar, romperé una lanza en favor del traductor y asumiré que su limpio castellano pone voz al inglés de Conrad.

Hechas estas salvedades, que, lo reconozco, auguran funesto final a esta reseña, haciendo un requiebro adelanto que nada más lejos de la realidad. Nostromo es el retrato de una época que goza sin embargo de una cierta cualidad atemporal, quizá por la maestría de Conrad, quizá también porque en algunas cosas el mundo no ha cambiado demasiado. Pero sobre todo es una novela de personajes. Unos personajes densos, matizados, con una amplia escala de grises, motivaciones e historias personales, sentimientos y ambiciones que los hacen en suma muy humanos. Ninguno queda desatendido en el escenario de la vida política de una república sudamericana ficticia en la costa del Pacífico. Un escenario y una trama que son mero aparato sobre el que se pasean los protagonistas principales y secundarios. Y esa es, me parece a mí, justo la intención de su autor.

Él mismo se encarga de transmitirnos la idea de que esa vida política sigue un ciclo de calmas y violencias que en mucho viene a recordar a las mareas ("Conrad es el mar" me dijo una vez un amigo). Un escenario, como decía, que sirve de hábitat a los caracteres y a los diálogos que se desgranan en un estilo a veces tan teatral que no puede sino recordar a la Terra Baixa de Guimerà. Contemporáneas ambas obras, mucho del choque entre campo y ciudad, entre indígenas y extranjeros en este caso, es compartido por las dos. 
Los personajes entran y salen de escena siguiendo el hilo de la historia, que se retuerce y se bifurca una y otra vez para reencontrarse a sí mismo en el momento justo. Y si el título nos apunta hacia uno de ellos como el protagonista absoluto, ni siquiera su protagonismo es tradicional. Poco sabemos de su vida anterior al inicio de la historia, poco sabemos de él por su propia visión de sí mismo hasta casi el último tercio de la obra. Sólo lo conocemos a través de los ojos de otros.
Y esos otros son a su modo protagonistas de sus propias historias que, entrelazándose, nos cuentan de las quimeras que persiguen hombres y mujeres sacrificando todo en el altar de sus esperanzas y obsesiones.
Nostromo (y su nombre es el primer filón con que tropieza el lector) tiene mucho del "héroe para todos menos para sí mismo" que vemos también en el capitán Alatriste (de Arturo Pérez Reverte, por si aún hace falta decirlo). Aunque a diferencia de lo que pasa con el buen soldado de los tercios, a uno le cuesta más empatizar con este hombre del pueblo, tal y como lo describe su autor en el prólogo de la obra, y se inclina en cambio por el cínico y preclaro Decoud o el roto, tan tan humano, Dr. Monyngham. Tantos son los que toman la palabra y con ella retratan las multifacetadas formas del espíritu humano que cuesta saber por boca de quién hablaba Conrad, un tanto paternalista, clarividente en su radiografía del mundo y, traducido o no, capaz de dotar al gesto más mundano, al más pequeño detalle natural de verdadera poesía.

Próximamente en este blog: El Puente de los Asesinos, de Arturo Pérez Reverte

Pasen y lean...

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